sábado, 14 de febrero de 2015

La importancia de tocar el pito



Dicen que los nombres imprimen carácter. No me cabe la menor duda. Yo digo que las palabras que nuestro cerebro selecciona también. Reflejan pensamientos, ideas que llevamos dentro. No se ven, pero se oyen. Nos hablan de nuestros gustos, sobre todo estéticos, de qué estilo de discurso preferimos, pero, y esto es lo mejor, lo hacen de una forma subconsciente. Nos hablan de lo gregarios o no que somos cuando repetimos un término sacado de una zona de influencia geográfica o profesional muy concreta para estar en boca de todos como si fuera la palabra del día que nos manda la página de nuestro diccionario favorito por suscripción. Nos revelan en secreto si hemos dejado entrar en nuestro mundo una extensa o escasa variedad de letras, vocablos, discursos, mundos paralelos que ahora salen de nuestro interior cual elixir por la acequia del devenir humano. Por eso la actualidad bien escuchada nos habla demasiado de la falta de expresión del buen gusto, de modales lingüísticos, de corrección léxica, de trascendencia semántica y en general de belleza idiomática, gran reflejo de la realidad en la que existimos en este momento. Por no hablar de las imitaciones de la lengua anglosajona, mi gran admirada pero no por ello envidiada, empobrecedoras de la del ingenioso hidalgo de La Mancha. Hay gente que piensa que es honesta, trabaja duro y se expresa a través de los hashtags que llegan a ser tt  (¿tanta tontería?). Yo prefiero pensar que cuando soy sincera, trabajo mucho y me expreso a través de una etiqueta en las redes sociales puedo llegar a ser tendencia. Señores, no da lo mismo. No da lo mismo usar en declaraciones para todo un país la expresión crujir para referirse a la acción de atribuir a alguien la responsabilidad de un hecho reprobable, ni tocar el pito cuando cuando uno quiere decir que hay que llamar la atención a una institución sobre algún asunto de suma influencia. Igual que no da lo mismo abrir un envoltorio de regalo elegante que aquel metido en una bolsa usada. O ver a una persona ataviada con sus mejores galas y vestida en un perfume abrumador que hallarla en sus horas bajas. No da lo mismo una palabra bien dicha mirándote a los ojos que un mísero tuit mal tecleado. No da lo mismo llamarse don Francisco que Paquirrín. Aunque si en este país hay Monederos que se quedan con el dinero, Braseros que hablan del frío, quien llamándose Mato es responsable de nuestra salud, o incluso Iglesias que se declaran abiertamente anticlericales, quizá sea el momento de pedir al maestro Leonardo que nos ayude a darle la vuelta, cual lectura de escritura especular, a la paradoja constante en la que vivimos, o de aprender, de la mano del gran Wilde, La importancia de llamarse Ernesto, porque esto cada vez más se parece, como reza el subtítulo, a una comedia trivial, eso sí, escrita para gente de lo más serio. 

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